Me llamo Ismael y tengo 28 años. Nací un 29 de mayo de 1995 en Madrid y fui bautizado durante la Vigilia Pascual del año siguiente en la catedral de mi pueblo, Santo Domingo de la Calzada (La Rioja). Crecí en Fuenlabrada (Madrid), donde hice mi primera comunión en la parroquia de la Sagrada Familia. En 2017 me gradué en física por la Universidad Autónoma de Madrid. Entre 2018 y 2019 hice un año de Servicio Voluntario Europeo en Kosovo. El 2 de enero de 2020 entré en el Monasterio Cisterciense de San Pedro de Cardeña (Burgos). Ese mismo año recibí la confirmación y tomé el hábito de novicio. Hice la profesión temporal el 1 de noviembre de 2022, día de Todos los Santos. Con la gracia de Dios, el año que viene haré la profesión solemne, que me comprometerá hasta la muerte a vivir como monje junto a mis hermanos, según el modelo de Cristo pobre, casto y obediente.
Este pequeño resumen de mi trayectoria puede haber dado la impresión de que nunca he perdido el norte de la vida. No es así. Durante más de una década, mi primera comunión fue también la última, o casi. Desde muy niño había recibido con frialdad la educación en la fe que se me ofrecía, indiferencia que muy pronto se convirtió en desprecio. Me pasé la adolescencia torturando con violentas apologías del ateísmo a mi padre, católico practicante y profesor de religión. Cuando me quedaba sin argumentos o me fallaba la voz de tantos gritos, solía concluir mi monólogo mandando a mi padre que se fuese “a rezar”.
Pero no todo era tan malo en mí. Hasta donde me llega la memoria, la cuestión del misterio de la vida me ocupaba el pensamiento. Algunas veces, viendo que ni todas las cosas del mundo bastan para contentar nuestro deseo, y que incluso aquello que llegamos a alcanzar acabará por huirnos y perderse, porque todo pasa, la pregunta me absorbía por entero, no era capaz de zafarme de ella, y buscaba desesperado su respuesta. Otras veces, las más, me distraía del misterio dedicándome a alguna ilusión, ya fueran los estudios, una chica, un libro o mis aficiones.
En esas empecé la carrera de física, porque quería conocer la verdad, o cuanto me fuera posible saber de ella. El primer año estudié lo suficiente para sacar buenas notas. Eso sí, alternando las clases con partidas de cartas entre semana y fiestas hasta altas horas de la madrugada en los días festivos, regadas unas con cerveza y las otras con licores fuertes. El segundo año, las diversiones pudieron más que los esfuerzos, y bajé la media, pero sin llegar a arruinar del todo mis estudios.
A pesar de todo, gracias a las notas del primer año, pude lograr una plaza de intercambio Erasmus en la Universidad de Durham (Inglaterra). Allí, viéndome al fin libre de la supervisión de mis padres, fui dejando que mi vida se desordenara por completo. Ya no pisaba las clases, ya encadenaba fiesta con fiesta, borrachera con borrachera, hasta pasarme días enteros sin ver la luz del sol. Y mi corazón, lo mismo que mis ojos, se iba quedando oscuro y ciego. Como mi deseo de inmortalidad era grande y mi egoísmo era aun mayor, recuerdo pensar muchas veces que habría aceptado gustoso una eternidad para mí solo, aunque fuese sin amor. ¡Ahora sé que aquello, que entonces me parecía atractivo, es la definición misma del infierno! Gracias a Dios, llegó el mes de los exámenes finales, y tuve que ponerme a estudiar de nuevo. Fueron días duros, en los que comprendí que mi vida tenía que cambiar de rumbo. Empecé a buscar algún sentido a todo aquello, alguna razón para seguir viviendo. Leía mucho: poesía, filosofía, religiones orientales, … pero de Cristo, ni hablar.
Pocos días más tarde, me fui a Santiago de Chile para empezar mi cuarto y último año de carrera. A principios de mi estancia en Inglaterra, mientras aún saboreaba la libertad recién conseguida, había solicitado una beca para un nuevo intercambio, esta vez en Latinoamérica, y me la habían otorgado. Ya en Chile, resolví poner freno a las diversiones y entregarme con nuevos bríos al estudio de la física y a mis otras lecturas, decidido a encontrar la verdad. Sin embargo, cuanto más iba descubriendo las respuestas que da la ciencia, más me daba cuenta de que no le acababan de cuadrar a mi pregunta. Más y más el misterio de nuestra existencia se me presentaba con unas sencillas palabras: "¿qué debo hacer con mi vida?", y nada de lo que aprendía en la facultad me permitía contestar.
Años atrás, indagaba tras la verdad como quien ha extraviado una cosilla sin mucha importancia, pero ahora, al acercarse el final de mis estudios, me empecé a parecer a un hombre sediento que busca de beber en el desierto. La curiosidad se me había vuelto necesidad, pero aún andaba muy lejos de la fe cristiana, que me seguía pareciendo una venerable pieza de museo, vuelta obsoleta en virtud de nuestra ciencia moderna. Pero, aunque no lo supiese, eso que yo tenía era sed de Dios, y Jesús, fuente de agua viva, vino a mi encuentro para saciarla. Lo hizo en uno de los últimos días de mi estancia en Chile. Mi compañero de laboratorio me propuso salir a tomar una cerveza para despedirnos. Durante nuestra conversación, me dijo que su frase favorita de los Evangelios era: “No he venido a traer la paz, sino la espada”. Recuerdo que pensé: “¡Ni siquiera sabía que esa frase se encontrara allí!”. Decidido a poner remedio a mi ignorancia religiosa, leí los evangelios. Fue un gozo enorme. Mi cabeza iba a la caza de Dios y, cuando él me alcanzó a mí, sentí, sin esperármelo, lleno también mi corazón. Yo solo pedía saber la verdad, pero él, además de eso, me dio también su amor.
Al poco volví a Madrid, fui terminando la carrera y pedí una plaza para irme como voluntario por un año a Kosovo. Entretanto, se iba afianzando mi fe en Cristo y aumentaba mi deseo de volver al seno de su Iglesia. Empecé a ir a Misa, al principio de incógnito, buscando parroquias alejadas y sentándome en los bancos de atrás. Poco antes de comenzar mi voluntariado, volví a los sacramentos. Ya en Kosovo, tuve mi primer encuentro con la vida monástica en una comunidad de monjes ortodoxos orientales con la que colaboraba mi organización. Al volver a España, quise conocer mejor esa vida y me hospedé por unos días en el Monasterio de san Pedro de Cardeña. Conocí al entonces Maestro de novicios, que providencialmente tenía que venir luego a Toledo para unas semanas de formación, con lo que pude visitarle varias veces desde Madrid. Tras unos meses de discernimiento, entré en comunidad.
Desde entonces han pasado cuatro años en los que el Señor ha seguido revelándome su amor y dándome fuerzas para poder corresponderle. ¿Por qué vivo encerrado en un claustro? Porque Dios murió colgado de una cruz. Nuestra vida cisterciense, sencilla, escondida y silenciosa, derrochada a los pies del Señor como el perfume de Betania, será locura, sí, pero locura de amor.
Vale la pena gastarse y desgastarse por Cristo. Vale la pena entregar la vida por aquel que se entregó a la muerte por nosotros. Vale la pena ser monje, y más aún si mi canto de alabanza logra abrirse paso alguna vez, entre los ruidos de este mundo, hasta llegar a tocar un corazón - tal vez, el tuyo.